Por Alessandra Kufoy
Mi abuela siempre me decía que tenía que aprovechar mi niñez, porque cuando creciera no me iba a divertir: tenía que buscar trabajo, amor y éxito; y todo esto iba a ser difícil de conseguir. A pesar de sus consejos, de pequeña contaba los días para ser grande. Pero fui creciendo, y me di cuenta que mi abuela tenía razón: la realidad no es emocionante. Buscar trabajo no es tan sencillo, y ni qué hablar de encontrar el verdadero amor. Peor aún, la universidad no nos enseña la realidad.
La universidad, que es el lugar en donde confluyen e imparten los mejores conocimientos, nos hace especialistas en el ámbito de nuestra carrera y forma nuestros juicios, pero no nos enseña sobre la complejidad de las relaciones humanas o el primer día de trabajo; sobre la vida en sí.
¿Por qué la universidad no nos enseña la realidad?
Hablemos con franqueza, la realidad no es algo entretenido para impartir en las aulas de futuros profesionales. Importa más la sabiduría, que enseñarnos cómo hacer amiguitos. La realidad la debemos aprender por nosotros mismos, lo que la universidad hace es empujarnos con conocimientos para hacerlo mejor, nos llena la mente de nuevos conocimientos y nos da luz sobre otros, mas no sobre cómo manejar nuestra vida personal.
Además, ningún hombre sabe todo de la realidad. Ni el Decano de Humanidades nos puede decir cómo encontrar el amor. Asimismo, la realidad cambia, y los hombres con ella. No todos somos iguales, ni actuamos ante una situación de la misma manera.
El hombre es un ser capaz de actuar según su inteligencia, y es a esa inteligencia a la que se dirige la universidad. Por esta capacidad, el hombre debe descubrir -aparte- cómo vivir su vida. No se le puede dar todo en bandeja de oro como un papá que engríe mucho a su hijo. Si fuera así, el niño esperaría todo de otros y no haría nada por sí mismo.
Como dice el novelista americano Grail Godwin, la enseñanza es una cuarta parte de conocimientos y tres cuartas partes de actuación. Pero esta actuación la debemos aprender por nosotros mismos. No seamos hijitos de Universidad.
Por Alessandra Kufoy
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