24 de mayo de 2010

Guerra por la vida

Por Josefina Costaguta.


Las noticias internacionales que informan de revueltas causadas por ecologistas de organizaciones como Greenpeace, u otras fundaciones, son cada vez más frecuentes. Los apasionados métodos de dichos activistas pueden calificarse en algunos casos como agresivos, e incluso dignos de terroristas, pero en este asunto, ¿el fin no justifica los medios?

Los beneficios que buscan los activistas medioambientales, al pelear con los industriales y gobiernos de medio mundo, justifican los métodos extremos que deben llevar a cabo para la protección de nuestro ya acalorado e inestable planeta.

Los ideales de los ecologistas no se centran en salvar animales y bosques por su sola permanencia en el mundo, sino que reconocen que son recursos que asegurarán un futuro de conocimientos y bienestar para las generaciones futuras. Acciones, como las de Greenpeace, buscan llamar la atención sobre cada acción gubernamental o industrial que pueda contribuir a la destrucción de otro pedazo más del planeta tierra, la extinción de otra especie de animales o la manipulación genética.

¿A quién no le apremia que nuestro planeta ya perdió más del 50% de sus selvas tropicales que albergan al 90% de las especies del planeta? o ¿a quién no le duele ver a un ballenato llamar a su madre cuando es asesinada con arpones explosivos? O cuando se sabe que ochenta especies de tiburones están en vías de extinción porque los pescan para cortarles las aletas y lanzarlos al mar, todavía vivos, para morir desangrados.

El grado de destrucción de nuestro planeta es inquietante, ¿acaso esta situación no amerita tratar de salvar lo que nos queda, aunque sea necesario invadir salas de juntas o encadenarse al edificio de algún ministerio?, ¿acaso salvar a los animales más grandes, y a la vez dóciles de la tierra no amerita que alguien lance bombas pestilentes a los balleneros japoneses para evitar que las cacen? Son situaciones en las que los intereses económicos vuelven ciegos, sordos y mudos a hombres de negocios y los ecologistas deben hacerse escuchar de las maneras más estruendosas.

Aunque muchas de las acciones de las diferentes organizaciones ecologistas rompan el orden público, obstruyan actividades oficialmente “legales” o asusten a los encorbatados con  trajes de orangutanes –como sucedió con activistas de Greenpeace en una reunión de accionistas de la Nestlé-, creo que son justificadas porque buscan un bien mayor para el mismo desleal e interesado humano, el propio destructor de su hogar.

Por Josefina Costaguta


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